La sección de El País ha dedicado un artículo a Twin Peaks y David Lynch.

Si no habéis visto al menos los tres primeros episodios de la nueva temporada de Twin Peaks, mejor no leáis el artículo.

Un par de extractos:

A David Lynch le gusta observar la piel de las cosas, pero también tiene fantasías quirúrgicas de «resurreccionista». A menudo le invade la necesidad de desgarrar la superficie del mundo, tal y como se aparece ante nosotros, para penetrar con violencia en su interior, hasta llegar —según sus propias palabras— a «las partículas subatómicas». El contraste entre la delicada textura de la piel humana y el amasijo de vísceras y órganos que esta esconde nos produce una sensación perturbadora, producto del repentino acceso a un misterio hasta entonces bien guardado, que él se encarga de reflejar de formas sorprendentes en la pantalla. Lynch nos devuelve esa ambivalente sensación infantil, de miedo y delectación, que produce la visión de la propia sangre brotando repentinamente de una herida.

Twin Peaks fue desde sus inicios un cuento infantil siniestro, protagonizado por un detective de personalidad unidimensional que se adentraba en un pueblecito encantador, sacudido por el asesinato de una chica en apariencia inocente. Para el agente Cooper, el descubrimiento de esta reserva moral y ecológica del noroeste americano, heredera del espíritu fundacional de los primeros colonos, adquiría carácter de epifanía a partir de la contemplación de los majestuosos abetos Douglas. Los árboles remiten, en la obra de Lynch, a la intimidad: al recuerdo del padre científico que investigaba las plagas que afectan a la madera para el departamento de Agricultura del Gobierno de los Estados Unidos, y también al escenario de los juegos infantiles en Missoula, en el boscoso estado de Montana. Pero pronto el bosque de cuento de hadas empieza a parecerse más al de la ilustración de El Bosco El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos, repleto de ojos y orejas desperdigados por el suelo, poblado por búhos acechantes y ciervos de mirada acuosa. Los dos picos majestuosos que coronan la comunidad fueron en algún momento la alternativa edénica a las torres gemelas de la Babilonia neoyorquina, que Lynch retrató como un averno moderno en el anuncio de televisión We Care About New York. De algún modo, Twin Peaks, el pueblo, existe para hacernos creer que el paraíso del Walden de Henry DavidThoreau es todavía posible, pero, a medida que nos acercamos a él, empezamos a comprobar, horrorizados, que los bellos parajes naturales del estado de Washington son solo una superficie que, al rasgarla, nos muestra otro escenario repleto de ambición, violencia, depresión, sexualidad conflictiva y necrofilia. Es entonces cuando comprendemos que Twin Peaks es en realidad una alegoría postmoderna sobre el fracaso del proyecto humano, una suerte de relato teológico para unos tiempos en esencia profanos. Y también una morality play repleta de fascinantes dualidades: el campo y la ciudad, el día y la noche, la civilización y la vida salvaje, la belleza y la monstruosidad, el bien y el mal.

Podéis leer el artículo completo aquí.

Show Buttons
Hide Buttons